lunes, 3 de mayo de 2010

Justicia Primaria

El ruido de los barrotes correr por sus vías marca el final del día. Un día menos de mi castigo. Un día más como los anteriores. Me desperté con esa espantosa bocina, desayuné junto a un hombre que hablando en nombre de la libertad mató a un joven político por pensar diferente a él, trabajé en la cocina junto a uno que obligaba a mujeres de todas las identidades a prostituirse para el vivir como un rey, comí frente a un joven que mató a una pareja de similar edad debido a que no quisieron entregarle su dinero, jugué a baloncesto con un adulto que se dedicaba a pegar palizas a cualquier persona que consideraba inferior(o lo que es lo mismo, aquellos que no eran de su misma raza), y cené con un repugnante pederasta. Vamos un día como otro cualquiera, a excepción de la visita de Jorge Cávalo, un periodista. Su aparición fue a eso de las seis. Yo me encontraba jugando una partida de ajedrez, un juego que desde pequeño llamó mi atención, además de las cartas. Quería que le contase mi historia, para un artículo. Me sorprendí. Le pregunté que por qué yo y su respuesta fue que había oído ciertos rumores sobre mí y quería comprobarlos. No tenía nada mejor que hacer así que atendí su ruego. Le conté mi historia, desde el principio, cuando mi querida Rosa vivía. Era una joven realmente hermosa, de estatura media, pelo largo y liso, una sonrisa angelical y una mirada que me hipnotizaba. No digo que fuese la muchacha más hermosa del mundo, pero si la que con menos esfuerzo lograba hacerme feliz. Una caricia suya bastaba para hacerme olvidar un mal día de trabajo, una mirada suya vaciaba mi mente de malos pensamientos, un beso suyo me hacía soñar despierto. Siempre me dejaba algún mensaje, o una perdida en el móvil para que supiese que ella pensaba en mi. No era necesario, yo ya lo sabía, pero es una de esas pequeñas tonterías que de vez en cuando se agradecen. Pero el 12 de febrero de hace dos años no me dejó ningún mensaje, ni llamada, nada. No le di mayor importancia. Se habrá olvidado me dije. Al día siguiente tampoco tuve noticias de ella. No fue hasta dos días después que su hermana contactó conmigo. Ella no se había olvidado de mí, simplemente no pudo hacérmelo saber. La policía había encontrado su cadáver, violado y asfixiado. Recuerdo que al saberlo algo en lo más profundo de mi ser se rompió en millones de diminutos pedazos y en ese mismo instante supe que jamás lo recuperaría. Mis fuerzas desaparecieron, apoyando mi espalda contra una pared empecé a dejarme caer por ella, impotente. Las lágrimas comenzaron a borrar mi visión, el teléfono resbaló de mi débil mano para golpearse contra el frío suelo, el oxígeno a mí alrededor comenzó a desaparecer. Mi familia, al oírme, acudió a mi habitación para saber que me ocurría. Sinceramente no me enteré cuando llegaron, ni lo que me dijeron, no me percaté de nada. El entierro fue el día más triste de mi vida. Los llantos la más triste melodía. La única razón por la que ninguna de mis lagrimas mojó el suelo del cementerio es que ella no lo hubiese deseado. En su tumba, antes de ser enterrada, dejé una carta. La reina de corazones. Solo ella podía ser la auténtica dueña de ese naipe. Lamento no habérsela dado cuando aún estaba viva. Quizá sea una tontería, pero el gesto más pobre o simple, puede tener más valor que el regalo más costoso.

Días mas tarde la policía logró capturar al culpable. El odio ardió por mis venas al enterarme. Mis esperanzas, inocentes al igual que yo, se pusieron en manos de la justicia. Craso error. El culpable, un muchacho de veintidós años llamado Javier Olao Mazques, un hijo de un multimillonario empresario, apenas sufrió una reprimenda por sus terribles actos, un castigo simbólico, de unos pocos meses en la cárcel y una indemnización a la familia de la victima. ¿Acaso se estaban riendo de mí a la cara? El dinero no iba a hacerme olvidar mis problemas, el dinero no iba a hacerme sonreír, un papel, por muy valioso que sea jamás iba a darme ni una mísera parte de lo que mi alma, mi ser, necesitaba. Me sentí ultrajado, atacado y tomado por idiota. Ese día descubrí que la justicia no es que tenga los ojos vendados, es que está ciega, ciega por la codicia. La balanza de su mano no es para medir el bien o el mal, sino para calcular con exactitud que dinero puede justificar una vida o la libertad de un asesino. Y el libro de su otra mano no representa las leyes, sino las manipulaciones y verdades a medias. Pero descubrí también otra cosa. Algo que cambió mi vida y que guió mis pies hasta este lugar en el que me encuentro ahora. Descubrí que lo que yo quería era venganza, pues la justicia no funcionaba correctamente. Mi ciudad natal no es muy grande, unos cuarenta mil habitantes aproximadamente. Si soy totalmente sincero todo el mundo nos conocemos, al menos de vista. Es fácil enterarte de las cosas. Con la ayuda de algunos amigos no tardé en saber la residencia del asesino de Rosa, a las afueras de la ciudad. Le esperé a las puertas de su casa. Quería mirarle fijamente a los ojos. Salió de la casa acompañado de una hermosa chica. Al mirarnos a los ojos supe que él sabía quien era yo. Sin embargo nada en su actitud cambio. Sonrió al pasar a mi lado, saludó y siguió su camino. La furia hizo rechinar mis dientes, tensar mis músculos pero no hice nada. Me quedé inmóvil. Ella no lo hubiese querido. Pero por desgracia para él, Rosa ya no estaba allí. Durante el siguiente mes seguí acudiendo diariamente al trabajo, me relacioné con mis amigos y mi familia lo más relajadamente posible e intente llevar una vida estable. Ese mes lo llevaría durante los próximos años en mis recuerdos, ayudándome día a día a darme fuerzas para seguir adelante. Por que la realidad no se ve al mirar un cuerpo, sino al estudiar el alma. Para algunas personas yo había conseguido reponerme del duro golpe que el destino me había asestado, pero la realidad es que la herida jamás se había cerrado, es más jamás se cerraría. Aunque reestablezca mi vida, ese recuerdo siempre estará atado a mi alma, pues mi alma nunca volverá a estar entera. En el fondo sé que mi familia y amigos auténticos lograban ver mi auténtico yo, y que intentaban ayudarme todo lo que ellos podían y yo les permitía. Poco antes de que tomase el camino sin regreso de la venganza reuní a cuatro de mis mejores amigos, bueno para ser correcto los mejores. No hay muchos amigos, quien diga lo contrario o es un ingenuo o es estúpido. El primero de ellos era Noel, algo más bajo que yo, moreno aunque con mechas rojizas, ojos marrones y un poco chulito, pero era parte de su encanto. El siguiente era Álvaro, el más alto de todos incluido yo, pelo rizado y claro, ojos azules, labios pronunciados y cierta porte caballeresca. El tercero Gorka, pelo moreno y por los hombros, tez oscura, ojos marrones, apariencia quizá algo desaliñada y agresiva para quien no le conoce, pues la chupa de cuero y los pinchos imponían a los desconocidos. El último de ellos, pero no por ello el menos importante era Josué. Era un muchacho tímido, con lentes, inocente, castaño y risueño. Me recordaba a una parte de mí, de mi pasado. Ellos, todos y cada uno de ellos, eran una parte de mí. Jamás podré agradecerles lo que hicieron por mí, me sacaron de la soledad, me ayudaron en los malos momentos y celebraron conmigo los buenos. Me deberían hacer mucho daño, cualquiera de ellos, para que no les pudiese perdonar, pues lo que me han dado ellos ni siquiera el más virtuoso escritor puede llegar a acercarse a describirlo. Era de noche cuando nos sentamos en el césped del parque. Hablaban y bromeaba, aunque apenas les escuchaba. Les pedí por favor que se silenciase pues quería decirles algo. Saque mi baraja de cartas, la misma a la que ya le faltaba una carta y extraje de ella los cuatro ases, entregando uno a cada uno de ellos.

El de picas, símbolo de lealtad, para Álvaro, que jamás olvide su naturaleza y no le dé la espalda a aquello que le hace ser feliz. El de corazones a Noel, el primer amigo que tuve, el primero que alcanzó el fondo de mi ser y que jamás lo ha abandonado, para que se deje guiar por su corazón en vez de por lo que puedan ver los demás. El de tréboles le correspondió a Gorka, pues fue una gran fortuna para mi vida que nuestros caminos se cruzaran y mi mayor deseo es que la buena suerte guíe sus pasos. Para Josué el de diamantes, al igual que él, los diamantes tienen un gran valor. A veces es necesario pulirlos, o tratarlos, pero su esencia es magnífica e inimitable. Tras esto guardé el resto de cartas y me incorporé. Ellos me imitaron. Me preguntaron que pasaba, que iba a hacer. No podía mentirles, no quería hacerlo, en su lugar no dije nada y me marché. Cuando ya no podían verme mi alma lloró y mi cuerpo le imitó. Al entrar en casa me comporte como era habitual, hablé con mis padres, cené y me acosté temprano. Antes de hacerlo abracé con fuerza a ambos. Los ojos de mi madre mostraban preocupación. Sabía que algo no iba bien. Pero siempre respetó mi silencio. Sabía que cuando estuviese preparado yo acudiría a ella para contarle la verdad. De madrugada salí de casa. En la espalda llevaba una mochila con lo necesario para ese día. En la mano mi ordenador. Me había ocupado de vaciarlo el día anterior. Ni documentos, ni programas. Solo lo básico para que funcionase. Solo un documento adicional. Solo mi historia.

Me monté en mi coche y me dirigí a un viejo almacén a las afueras de la ciudad. Una vez allí lo dispuse todo. El portátil lo dejé en un viejo mueble, cerca de una gran mesa. Coloqué la cámara de video apuntando a lo que sería el macabro escenario. Sea cual fuese en su momento el uso de dicha mesa, dudo que ni por asomo se fuese a acercar al que yo le iba a dar.

La constitución de mi invitado era bastante similar a la mía por lo que me tumbé en la mesa y marqué detalladamente los puntos que me interesaban. Tras esto saqué el taladro e hice los agujeros que necesitaba: dos en cada esquina de la mesa, y algunos a lo largo de la parte central. Al acabar, coloque las bridas de plástico, listas para apretar cuando fuese el momento. Saqué de la mochila el resto de objetos. Un bote de ácido, cortesía de la fábrica en la que trabajaba; unos petardos y un mechero; un pequeño saco con gravilla dentro, sujeto por una cuerda de un metro de longitud aproximadamente; unas tenazas, un martillo y finalmente un cuchillo. También extraje un sobre con dos mil euros, como pago a unos recientes amigos que hice. Esa clase de amigos con los que te quieres relacionar lo menos posible. Ellos se encargarían de traer a mi invitado cuando anochezca. Aún faltaban varias horas y la ansiedad empezaba a controlarme. Mi pulso temblaba y mi respiración comenzó a agitarse. Llevé mi mano al bolsillo y extraje el pequeño bote amarillento que contenía mis calmantes. Calmantes que jamás pensé que fuese a necesitar. Aunque hay tantas cosas que jamás pensé que sucederían... son varias las llamadas que recibí ese día, mi madre, mis amigos. No respondí ninguna, no quería hablar con ninguno de ellos. Ya les había dicho todo cuanto deseaba comunicarles. Sin embargo no apagué el móvil. Lo iba a necesitar.

A través de las vidrieras rotas del viejo almacén observé como el sol comenzaba a ocultarse, dejando paso al oscuro dominio de la luna. Salí al coche y cogí del maletero media docena de focos portátiles, con apariencia de linterna y que previamente me había asegurado que tuviesen las baterías bien cargadas. Los dispuse meticulosamente. Dos alumbrando la mesa, uno hacia al ordenador y los materiales, y los otros tres marcando el camino de la puerta hasta donde yo me encontraba. Me senté en el suelo y miré el reloj con impaciencia. Fueron muchos los pensamientos que durante las horas anteriores me habían acompañado, y cada uno de ellos me hacían sentir peor acerca de lo que iba a hacer. Ese día volví a llorar, fueron tantas las lágrimas que derrame que me quedé vacío de ellas. Pero no iba a dar marcha atrás. Lo tenía decidido.

El ruido de un vehículo en el exterior atrajo mi atención. Pronto la puerta del almacén se abrió. La luz de los focos formaba tres oscuras figuras que se fueron aproximando. En los brazos de uno de ellos, inconsciente, se encontraba Mazques, mi invitado especial. Siguiendo mis instrucciones lo desnudaron y lo tumbaron en la mesa atándolo con las bridas previamente dispuestas. Tenía una extremidad atada en cada una de las cuatro esquinas, y la cintura y la cabeza también inmovilizadas. Les entregué el sobre y se marcharon, aunque antes el líder de ellos me comunicó dos cosas. La primera que Javier despertaría de un momento a otro. La segunda que ellos jamás habían estado allí. Asentí con la cabeza y ellos partieron. Cuando la puerta se cerró miré a Olao un momento. Tras esto encendí el ordenador, conecté el módem y me metí en internet. Navegué hasta una pagina en la cual se jugaba al ajedrez en línea. Me solicitaba un seudónimo. Tras pensarlo unos segundos escribí Javier, a fin de cuentas esta partida sería más suya que mía. Me acerque al hombre y le di unas palmaditas, esperando que se despertara. Cuando lo hizo se sobresaltó, y el miedo se reflejo en sus ojos. Al verme comenzó a amenazarme primero, después a intentar comprarme. Con esto solo logró enfurecerme más y convencerme de lo que estaba haciendo.

-Es hora de que pagues por lo que hiciste. Es hora de que entiendas que no puedes hacer lo que quieras. Es hora de jugar...

Me senté frente al ordenador e inicié una partida de ajedrez en línea. Lo que sucedió a continuación fue asqueroso, macabro y repulsivo, pero una parte de mí, oculta y primaria, disfrutó cada segundo. Pronto mi oponente, llamado Ángel M comió uno de mis pones. Al hacerlo me levanté, cogí el martillo y le rompí uno de sus dedos. Tras varios peones sacrificados que significaron varios huesos rotos para mi invitado, le tocó el turno a uno de mis caballos morir. Abrí el bote de ácido, me puse unos guantes, me acerqué a la mesa y abrí el ojo derecho de Javier. Fue allí donde vertí por primera vez en ácido. Sus gritos estremecieron mi alma. Me habría derrumbado a llorar tarde o temprano, incapaz de seguir, pero ya no me quedaban lagrimas, solo ira. Al poco perdí un alfil. Cogí uno de los petardos, lo situé junto a su oído izquierdo y lo prendí. Tras el estallido un hilo de brillante sangre empezó a surgir, debido a la rotura del tímpano, y a morir en la mesa. Pedía clemencia, suplicaba por su vida, pero obtendría la misma respuesta que él dio a mi amada. No tardo en perder el otro ojo bajo el poder del ácido. Mi oponente en la partida era habilidoso, y con una gran jugada eliminó una de mis torres. Cogí el saco de gravilla, me subí a la mesa poniendo un pie a cada lado de su cintura, giré el saco con la cuerda y cuando cogió velocidad le golpeé los testículos. Tras esto volví a mi lugar. Enseguida perdí el alfil y la torre restantes con las consecuencias pertinentes para el cuerpo de Javier. Ciego, sordo, con varios huesos rotos en cada extremidad y en una agonía que no soy capaz de detallar empezó a comprender los errores de su vida. Demasiado tarde. Nunca he dejado una partida de ajedrez sin acabar. Solo me quedaban dos piezas, la reina y el rey. Mi oponente estaba en clara superioridad. Cuando mató mi reina cogí las tenazas y le abrí la boca. Apenas opuso resistencia, no tenía fuerzas. Le corté la lengua. Pronto moriría. Llegue de nuevo al ordenador. Mi oponente se había desconectado. Miré el cuchillo. Su destino era el cuello de Javier cuando me hiciesen jaque mate, sin embargo no había tenido ocasión. Agarré el teléfono y llamé a emergencias, delatándome. Mientras esperaba a las fuerzas del orden observe a ese hombre. No sobreviviría a esa noche, y si lo hiciese no creo que su vida fuese muy feliz. No me sentí mejor esa noche, ni recuperé a mi amada, ni mi vacío desapareció, pero sentí que de un modo primario se había hecho justicia.

En el juicio rechacé al abogado defensor, me declaré culpable de los cargos de secuestro y homicidio voluntario y con premeditación; también solicité cumplir mi pena en su totalidad, sin posibilidad de reducción. El video de lo sucedido, y la cantidad de pruebas incriminatorias no dejaron duda alguna. Desde entonces me encuentro preso lejos de mi familia y amigos. Sé que fui egoísta y les hice mucho daño a mis seres queridos. Sé que muchas lágrimas se derramaron en mi nombre. Sé que he sacrificado gran parte de mi vida. Sé que el recuerdo de lo que sucedió esa noche me acompañará hasta el fin de mis días y poblará mis pesadillas. Sé todo eso y más, sin embargo no me arrepiento de lo que hice. Podéis llamarme asesino, bestia o lo que deseéis y no os faltará razón. Lo reconozco. Sin embargo hay algo que me separa del resto de hombres encerrados conmigo. Yo no niego lo que soy, acepto la culpa por mi terrible acto y deseo sufrir cada una de las consecuencias de mis actos. Y lo más importante de todo, no me arrepiento de lo que hice, lo volvería hacer y jamás diré lo contrario, pues al hacerlo negaré una parte de mi vida tan importante como mi nacimiento.